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Dentro de las tradiciones de la práctica de la psicoterapia la Terapia de Pareja surge como una mirada teórica y metodológica particular. Ya sea desde el psicoanálisis,  el enfoque cognitivo-conductual o la teoría sistémica, la praxis en terapia de pareja se ha enfocado de una manera específica al estudio de que es lo que sucede no sólo en los miembros de esta relación, sino también en la relación misma. Sin embargo cada una por sí sola abarca sólo una parte de una totalidad casi abismante de las variables intervinientes en un proceso humano que siempre deja más preguntas que respuestas.

Es ahí donde nosotros como terapeutas, en nuestra idiosincrática forma de adoptar una posición teórica, nos concentramos en aquellas partes de los fenómenos de pareja que hemos aprendido a ver. Sin embargo, ¿Qué sucedería en nuestra pragmática clínica si adoptamos más de una mirada para aproximarnos clínicamente a lo que sucede en la pareja? ¿Qué sucedería si incorporamos varias teorías para trabajar en lo clínico?

Mucho se ha hablado en los ámbitos académicos acerca de eclecticismo y la integración en psicoterapia, desencadenando una serie de discusiones que desembocan en cuestionamientos y descubrimientos. Con esto quisiera expresar que en lo avanzado en los últimos años en psicoanálisis intersubjetivo y las reflexiones de diversos maestros en psicoterapia constructivista sistémica se han abierto nuevas posibilidades epistemológicas y también una franca aceptación que nuestro ser terapeutas está inevitablemente influido por nuestra subjetividad, aunque parezca obvio a una primera vista. Quisiera esbozar esta discusión a partir de fragmentos de un artículo que presenté hace un tiempo:

Tomaré una definición de Boscolo y Bertrando para ilustrar una propuesta: “El eclecticismo se puede definir como la utilización indiscriminada de técnicas heterogéneas, provenientes de diversos modelos teóricos, sin correlacionarlas de vez en cuando con las diferentes hipótesis teóricas de esos modelos” (Boscolo y Bertrando, 2000, pag. 62). Es decir, según Norcross y Newman, el eclecticismo se relaciona con lo técnico, la divergencia, por aplicar lo que hay disponible y no hacer un sistema estructurado en psicoterapia, por ser ateórico, aunque empírico, y por seguir una orientación realista, entre otras cosas, pero sosteniéndose de una postura posmoderna (Caro, 1999). Uno de los mayores cuestionamientos a esta posición en psicoterapia es que incluso pueden situarse desde modelos epistemológicos incompatibles.

Integración en psicoterapia se define de una manera muy distinta. Se ha planteado que la integración refiere a la construcción de una teoría que permita dar a entender cómo actúan intervenciones y explicaciones previamente concebidas desde escuelas diferentes para combinarlas en el tratamiento de ciertas problemáticas clínicas, en torno a la eficacia de éste (Fernández, A. y Rodríguez, B, 2001). Desde este postulado, la integración se relaciona con lo teórico, la convergencia, la combinación entre muchas posibilidades, la unificación de las partes y por seguir una orientación idealista (Caro, 1999). Esta postura es compatible con una visión moderna en psicoterapia. Por otro lado, en España, Fernández y Rodríguez (2001) refieren a una notable confluencia de psicoterapeutas de diferentes escuelas en la idea que el desarrollo de conceptos unificadores se puede centrar en la actividad narrativa en terapia, como organizadores de nuestra experiencia a través del lenguaje. En otras palabras, se puede narrativizar los distintos modelos psicoterapéuticos (cognitivo-conductuales, psicoanalíticos) desde un estilo terapéutico de facilitador “no experto”, donde el paciente es el único experto en sí mismo, ofreciendo desde ahí, alternativas narrativas que disuelvan el problema (Fernández, A. y Rodríguez, B, 2001).

 

Quisiera hacer un alcance: cuando no se tiene una teoría integradora, sino sólo un modelo epistemológico que permite el trabajo desde “hipótesis teóricas”, no se puede hablar de integración con propiedad. Recuerdo a Carlos Sluzki cuando relataba en el Primer Congreso Internacional de Terapia Familiar en 1990, que los terapeutas nos asemejábamos a los hechiceros, que sin buscar activamente sacaban de su morral todos los trucos que tenían a su disposición en los momentos pertinentes. ¿Qué pasa si nuestro saber no es articulado por una teoría, sino sólo por un SELF de terapeuta? Existen supuestos tanto epistemológicos como teóricos que plantean la posibilidad de fragmentación de nuestros modelos cognitivos (Kelly) sin la existencia de contradicción aparente. Cohabitan en nuestra mente explicaciones opuestas del mundo que no implican una visión global incoherente de éste (Maturana, 1984). Algunos autores desde el psicoanálisis plantean que los analistas pueden pensar que están transmitiendo una interpretación clara y con sentido cuando en realidad su verbalización incluye una variedad de conceptos y de teorías contradictorias. Para Canestri la base teórica sobre la que realmente trabajamos es el resultado de la interacción de las influencias teóricas, implícitas y explícitas. Muchas veces, cuando escuchamos a nuestros pacientes, podemos tolerar muchas teorías implícitas contradictorias. Sin embargo, cuando necesitamos entender y formular una interpretación, no podemos utilizar conceptos contradictorios con esa facilidad y eficacia (Silvan, 2006).

Entonces, puede ser pretencioso hablar de una “teoría personal” ya que ésta implicaría consistencia interna. Voy más allá. ¿Podríamos hablar de una epistemología del terapeuta? Hablar de una epistemología personal refiere a que todo terapeuta ordena su experiencia desde una manera particular que para su realidad como terapeuta, no emerge como cuestionamiento. De hecho, como sistema autónomo, tiene su propia forma de “leer” los acontecimientos clínicos… Y nuestra epistemología personal abarca nuestra humanidad, nuestra pasión por el cambio, nuestra visión y vivencia del sufrir y por sobre todo, quienes creemos que son nuestros pacientes. Eso, nuestro paciente no está “allá afuera”, y tampoco en un simple “aquí, adentro”. Puede estar en un interjuego entre su visión y mi visión, pero innegablemente inserto en mi particular dominio de coherencia, entendido desde ciertas reglas de distinción, dominio que al mismo tiempo enmarca nuestro aprendizaje futuro. Es decir, cada nueva lectura, supervisión y sesión de psicoterapia se ordena bajo una metapauta, propia a cada individuo-terapeuta, que podría nombrarse como “la explicación del sufrir humano”. Mi intención es abrir la posibilidad a la incertidumbre cuando hablamos acerca de lo que hacemos, que somos parte de un sistema complejo en continuo vaivén entre el caos y el orden…No tomo aquellos modelos o ideas teóricas que no están en consistencia con mi visión de mundo o de lo humano y por sobre todo con mi estilo terapéutico…A mi entender, lo importante es el acuerdo epistemológico que logro con mi paciente acerca de lo que hacemos juntos en terapia, un cierto marco de realidad. ¿Acaso eso no es también vínculo?

Me parece relevante entonces articular la idea de complementariedad teórica. De acuerdo con Fernández y Rodríguez (2001), nosotros como expertos conversacionales tenemos la responsabilidad de generar alternativas en la narrativa que ocurre en terapia, y por lo tanto generar un marco epistemológico desde donde el mi y el tú construyen un acuerdo básico de relación. “Que y cómo lo hablamos” genera un establecimiento de pautas o distinciones consensuadas con el paciente, donde el terapeuta invita al otro a conocer desde su conocer.

Una vez asentados los supuestos de la complementeriedad teórica, no como un paradigma unificador sino como un estilo idiosincrático de ver la terapia, quisiera plantear cómo es que “vemos” la relación de pareja.

El trabajo clínico en parejas muy comunmente se aborda en forma exclusiva desde una modalidad de terapia conjunta. Es decir,  ambos asisten siempre a sesión, y no hay sesiones individuales en el proceso, bajo el supuesto de mantener equidistancia y no fomentar reacciones de desconfianza hacia el otro o al terapeuta. Sin embargo, esta metodología excluye un campo muy amplio de las vivencias de pareja: la propia individualidad, la personalidad y las vivencias históricas que muchas veces son inconciente o concientemente excluídas de las conversaciones conjuntas.

Una de nuestras propuestas es que para comprender una relación de pareja, el trabajo clínico debe también abarcar sus individualidades. Este primer supuesto radica en la necesidad del trabajo personal (y no sólo de pareja) en cuanto a que siempre hay aspectos muy relevantes de la propia historia en los conflictos de pareja. Es bien sabido que los sistemas terapéuticos son distintos en la medida de quienes lo integran. Ya en Terapia familiar se ha insistido que en una familia de 5 integrantes no es lo mismo que asistan sólo 3, pues se genera una conversación distinta. Así es cómo creemos que en la intimidad de una sesión individual pueden surgir conversaciones que quizás en pareja nunca aparecerían. Complementar estos espacios expande n sólo el conocimiento del otro, sino también de si mismos; por consiguiente, la comprensión del terapeuta de este sistema es aún mayor.

Ver a la pareja desde distintas modalidades y visiones teóricas permite no sólo incorporar a “la pareja” como un sistema de a dos, sino de a tres: yo, tu y nosotros, ámbitos del vivir que suponen distintos dominios de existencia. Además de esto, podríamos incorporar mayor complejidad a esta ecuación, ya que la complementariedad teórica muchas veces hace el efecto de una multiplicación de posibilidades terapéuticas.

Este es uno de los primeros artículos en esta línea, de hablar de la terapia de pareja misma, para paulatinamente mostrar cada una de sus partes y teorías a la base. Por supuesto, desde nuestra ideosincrática forma de ser terapeutas.

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