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En los Tiempos Modernos, desde el Renacimiento hasta la Revolución Francesa de 1789, se inicia el lento tránsito hacia el Romanticismo. Después de la desintegración del mundo medieval surgieron nuevas ideas que transformaron profundamente a la civilización occidental tanto en lo material como en lo cultural y moral, afectando decisivamente las costumbres sexuales. En esta etapa nace una nueva concepción del mundo respecto al ser humano y a la naturaleza, caracterizada por ser secular, individualista, utilitaria, científica y mundana. Uno de los acontecimientos más trascendentales fue el poderoso desarrollo de las ciencias, toda vez que originó una verdadera revolución en la actitud del individuo ante la historia y la naturaleza (incluyendo la sexualidad).

El renacimiento surge al término del tumultuoso s.XIV y finaliza en el s.XVI. La transición al mundo moderno fue larga, compleja y sangrienta. La gran síntesis feudal se descalabra, decayendo la mayoría de las instituciones y siendo ridiculizados los ideales escolásticos. Punto de quiebre fundamental fue la crisis de autoridad de la Iglesia, tanto en el orden intelectual como en el político. La Reforma impugna el poder de Roma y cuestiona sus dogmas, culminando en profundos procesos que conducen a la disolución de la unidad verdad revelada- conocimiento, lo que posibilita el desarrollo de la tolerancia y el pluralismo como principios de convivencia social.

El pensamiento renacentista representa la transición entre una interpretación teológica de la realidad y una interpretación científica propia de los tiempos modernos. La llamada “revolución científica” de los siglos XV y XVI aumenta la sensibilidad ante los grandes cambios dentro de la vida social, valorándose y acelerándose las grandes transformaciones. Se van creando espacios para los valores de la Antigüedad y para otros totalmente nuevos. Se desafían las actitudes monásticas y agustinianas de introspección así como el apartamiento de los asuntos del mundo; se defiende la libertad de pensamiento y hay oposición a las leyes restrictivas. Esta época justamente se caracteriza por la independencia intelectual de filósofos, escritores, pintores y escultores; quienes se apartaron del yugo moral impuesto por las doctrinas ascéticas. Mientras el pensamiento medieval era dogmático y teológico, el moderno es escéptico, crítico y secular. Todo lo anterior culmina en una relativa liberación de la sexualidad respecto de la religión.

Durante el Renacimiento se van flexibilizando las normas sexuales gracias a la confluencia de una serie de acontecimientos. El clasicismo resucita antiguas costumbres; el humanismo recalca la importancia de estudiar al ser humano y a la sociedad; se adopta un enfoque científico en el análisis de cualquier fenómeno, inclusive la sexualidad; las artes incorporan la anatomía y la mujer gana algo de protagonismo como ícono sexual; la imprenta lleva a un auge de la literatura, la que se transforma en vehículo de propagación de la sexualidad a gran escala; las novelas exaltan el amor, el sexo y la figura femenina; y finalmente, la reforma protestante desencadena una verdadera revolución al afirmar que la función del sexo dentro del matrimonio no era sólo el procrear, sino que también debía servir «para aligerar y aliviar las preocupaciones y tristezas de los asuntos domésticos o para mostrar cariño”. Caso emblemático fue el casamiento “por amor” entre Enrique VIII y Ana Bolena en 1530, posible gracias a que la doctrina Protestante aprobó el divorcio del rey.

Sin embargo, debido a la unión Iglesia-Estado, la mayoría de la población permanecía bajo una marcada represión sexual, reflejada en las restricciones a una serie de prácticas, posturas y tiempos respecto del sexo dentro del matrimonio, todo con el fin de evitar caer en el vicio o pecado de la lujuria. A partir del concilio de Trento en el s.XVI se establece la obligación legal del casamiento público ante un sacerdote y la Iglesia continuaba exaltando la continencia, circunscribía el sexo a la procreación, consideraba que el placer sexual era pecaminoso y dictaminaba la frecuencia sexual al presionar por las numerosas semanas de abstinencia asociadas a las celebraciones religiosas y a la menstruación; además, prohibía la práctica de caricias y el sexo oral, sólo aprobaba la posición del misionero y se oponía a cualquier intento de impedir la concepción.

Empero, la sexualidad se solía ejercer en medio de un discurso socio-religioso de doble moral: por una parte la gente pretendía vivir apegada a la religión y por otra se practicaba la lujuria; en ese contexto, lo aceptado socialmente era lo lícito. Por ejemplo, los métodos anticonceptivos y el aborto reflejaban una gran contradicción; por un lado, eran acciones censurables; aunque por otro lado, en los manuales médicos abundaban las explicaciones de técnicas para prevenir los embarazos o para favorecer la pérdida del feto; y, era habitual que la gente recurriese al coitus interruptus como método anticonceptivo. Buscando prevenir el contagio de enfermedades de transmisión sexual frecuentes en esa época, se extendió el uso de preservativos fabricados con piel de cordero o lino. Especialmente la sífilis y gonorrea fueron consideradas como un castigo divino a los excesos sexuales y, como la sífilis fue importada de América, en la colonización del Nuevo Mundo se normó una adherencia estricta al sexo matrimonial, el que deja de ser considerado el resultado de la naturaleza malvada del hombre, sino que pasa a ser un mandamiento celestial.

La infidelidad y la convivencia sexual entre grupos religiosos también revelaban incongruencias. El llamado Fuero de Tudela exigía el pago de una multa cuando un hombre cristiano, casado, tuviera relaciones con una mujer que no fuera su legítima esposa; no obstante, el adulterio de un judío con una gentil, irremisiblemente se castigaba con la hoguera y los tribunales regios no reprimían la prostitución (considerada como un “mal necesario), siempre y cuando no se ejerciera con judíos.

Por último, la mujer continúa recibiendo un trato discriminatorio durante el Renacimiento. Por ejemplo, en los crímenes sexuales lo más común era que procesaran y castigaran a la mujer y no al hombre; si una dama casada sostenía relaciones con un varón que no fuera su consorte, se le acusaba de adúltera; mas, si el que cometía el desliz era el hombre, él recibía sólo la denominación de ‘amancebado’ o ‘amigado’. Especialmente en España reinaba una moral de dos caras, la que obliga a la mujer a permanecer fiel mientras el marido adquiría relevancia social si mantenía a mancebas o queridas; y, como se valoraba que la mujer llegase virgen al matrimonio, la virginidad se convierte en algo tan importante que los hombres incluso exigían que se la asegurase por escrito.

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